23 de enero de 1958: El clero en la lucha, por Gabriel García Márquez
El 1° de mayo del año pasado (1957) -fiesta del trabajo- los curas párrocos de Venezuela leyeron en los púlpitos una carta pastoral del arzobispo de Caracas, Monseñor Rafael Arias. En ella se analizaba la situación obrera del país, se planteaban francamente los problemas de la clase trabajadora y se evocaba en sus términos esenciales la doctrina social de la Iglesia. Desde Caracas hasta Puerto Páez, en el Apure; desde las solemnes naves de la catedral metropolitana hasta la destartalada iglesita de Mauroa, en el territorio federal amazónico, la voz de la Iglesia -una voz que tiene 20 siglos- sacudió la conciencia nacional y encendió la primera chispa de la subversión. Monseñor Rafael Arias, un hombre macizo y apacible que habla con la misma sencillez y la misma cadencia criolla de cualquier venezolano corriente, había meditado mucho antes de escribir la primera línea de aquella pastoral. La idea nació del conocimiento general que tenía el arzobispo de la realidad del país, por apreciación directa y por las conversaciones con sus párrocos. En un estudio económico de las Naciones Unidas, que recibió por correo, se enteró de que la producción per cápita de Venezuela había subido al índice de 500 dólares, pero que esa riqueza no se distribuía de manera que llegara a todos los venezolanos. “Una inmensa masa de nuestro pueblo -observó en una de sus primeras notas- está viviendo en condiciones que no se pueden calificar de humanas”. Poco antes, el cardenal Caggiano, legado pontificio al II Congreso Eucarístico Bolivariano, había planteado ese problema en la sesión extraordinaria que celebró en su honor el Concejo del Distrito Federal. “Venezuela -dijo en esa ocasión Caggiano- tiene tanta riqueza que podría enriquecer a todos, sin que haya miseria y pobreza, porque hay dinero para que no haya miseria”.
No había una fecha prevista para la publicación de la pastoral. Monseñor
Arias se había hecho el propósito de que fuera un documento breve, claro,
directo e invulnerable. Al principio del año pasado ordenó a la Juventud Obrera
Católica adelantar una encuesta que le permitiera formarse un juicio sereno de
la realidad nacional. El sondeo duró dos meses. Con una completa documentación
en el despacho, después de haber conversado no sólo con los párrocos de Caracas
sino con los que vinieron expresamente de las más remotas aldeas de provincia,
el arzobispo inició la redacción de sus notas, de su puño y letra. En 45 días
de trabajo, de consulta con sus asesores, la primera copia definitiva -11 hojas
a máquina, a doble espacio- estuvo lista en la primera semana de abril.
Entonces pareció muy apropiada para su publicación la fecha del 1° de mayo, día
del trabajo, fiesta del patriarca carpintero, San José.
Se precisó de una actividad extraordinaria para que la Pastoral
estuviera en todas las parroquias de Venezuela en la fecha convenida. Fue dada,
sellada y refrendada en Caracas a las 10:30 am del lunes 29 de abril. Dos días
después se leyó en los púlpitos. A fines de la semana le había dado la vuelta
al país y trascendido al exterior, donde se consideró como una brecha en el
cinturón de acero creado por la censura de prensa. La primera edición
-repartida gratuitamente por los párrocos- se agotó en ocho días. Algunos
especuladores se hicieron de un considerable número de ejemplares y los
vendieron a 10 bolívares.
Una semana antes Pérez Jiménez pronunció un discurso espectacular en el
Congreso, en el cual hizo una apoteósica enumeración de la obra material
adelantada por su gobierno y se refirió a los elevados salarios del obrero
venezolano. Ese día la Pastoral estaba hecha. Pero el ministro del Interior,
Laureano Vallenilla Lanz, no entendía esa clase de argumentos. En su opinión,
la pastoral del 1° de mayo era una réplica al discurso presidencial del 24 de
abril.
El jueves 2 de mayo, a las 11:00 am, citó a su despacho al arzobispo de
Caracas, no en una nota especial, sino por teléfono. Monseñor Arias concurrió a
la convocatoria esa misma tarde y tuvo que esperar en la desierta antesala del
Ministerio del Interior. Vallenilla Lanz solía recordar aquella entrevista con
un orgullo evidente. “Me di el gusto -decía- de hacer esperar al arzobispo durante
hora y media”. En realidad, monseñor Arias -que es un hombre humilde- no esperó
más de media hora. A las 3:30 pm pasó al despacho del ministro del Interior,
donde se le comunicó el pensamiento oficial.
Vallenilla no iba a
misa pero conocía los sermones
Fue una entrevista breve, en la cual Vallenilla Lanz habló casi todo el
tiempo, y casi exclusivamente de la obra material del Gobierno. Cuando monseñor
Arias abandonó el despacho se le había hecho saber que el Gobierno haría
publicar en los periódicos una respuesta a la pastoral. Pero esa respuesta no
apareció jamás. A cambio de ella, el ministro del Trabajo dirigió al arzobispo
una carta privada -con fecha 10 de mayo- que era una edición corregida y
aumentada del discurso de Pérez Jiménez. El argumento más poderoso contra la
carta pastoral, según el ministro del Trabajo, era la construcción de la Casa
Sindical y del balneario de Los Caracas. Los párrocos de Venezuela sabían desde
ese momento cuál era su deber: predicar la doctrina social de la Iglesia. Cada
domingo, en los púlpitos de Caracas, se pronunciaban sermones cuyo rumor
inquietaba, el lunes en la mañana, el desayuno de Vallenilla Lanz.
Particularmente uno de los sacerdotes de Caracas -el padre Jesús
Hernández Chapellín- asumió una posición combativa. Joven, de una salud a toda
prueba y un notable valor personal, el padre Hernández Chapellín, director de
La Religión, se sentaba todas las noches frente a su máquina de escribir a
ejercer su doble ministerio de sacerdote y periodista. El 13 de agosto,
Vallenilla Lanz -bajo el pseudónimo de R. H.- publicó en El Heraldo una
interpretación atolondrada y arbitraria de la justicia social. Al día
siguiente, el padre Hernández Chapellín publicó una réplica que no mandó a la
censura porque sabía que la censura no la habría dejar pasar: “Orientaciones a
R. H.”. A las 10:00 am, una llamada telefónica del Ministerio del Interior lo
despertó en su residencia particular. El propio Vallenilla Lanz estaba al
teléfono. “Padre -dijo el ministro, sin preámbulos- es necesario que usted
modifique su actitud”. También sin preámbulos, el director de La Religión
respondió: “Mis editoriales los pienso y los medito bien, luego los escribo y
los lanzo y me importa poco lo que ustedes piensen de ellos”.
Vallenilla Lanz no respondió nada, sino que citó al padre Hernández
Chapellín a su despacho, esa tarde a las 5:00 en punto. El sacerdote llegó con
cinco minutos de retraso.
En hora y media, el padre Hernández se hizo conspirador
La entrevista duró un poco más que la de monseñor Arias y esta vez fue
el sacerdote quien habló casi todo el tiempo. Vallenilla Lanz, vestido de gris
y un poco pálido, no había tenido tiempo de iniciar el diálogo, cuando el
director de La Religión tomó la iniciativa. “Voy a hablar -dijo- más que todo
como sacerdote que sólo teme a Dios. Con el régimen que ustedes tienen en
Venezuela casi todo el pueblo los odia y los detesta”.
Vallenilla Lanz enrojeció:
-¿Por qué?- preguntó tímidamente.
-Porque ustedes tienen un régimen de pánico con la Seguridad Nacional. Es
la espada de Damocles sobre la cabeza de cada venezolano. Las lágrimas y la
sangre y la cantidad de muertos…
-¿Cuáles muertos?- interrumpió Vallenilla Lanz, con un aire de cándida
inocencia.
El padre Hernández Chapellín enumeró, con sus nombres propios, 10
víctimas del régimen. “Y los que no sabemos”, agregó. “¿Y los exilados
políticos?”
Vallenilla Lanz empezó a reaccionar.
-Usted llama exilados políticos a bandidos como Rómulo Betancourt, dijo.
-Betancourt y yo -replicó el padre Hernández Chapellín- estamos en
trincheras opuestas, como otros muchos exilados. Pero ellos también son
venezolanos y aquí deben estar para que les demos la pelea en el terreno
ideológico.
Los dos hombres estaban solos en el despacho. El sacerdote, con ese
entusiasmo un poco estudiantil con que habla con sus amigos en la redacción de
su periódico, siguió enumerando las razones por las cuales el régimen de Pérez
Jiménez era una maquinaria de terror. Dijo: “Si cuando el general se tomó el
poder hubiera hecho elecciones libres en vez de proseguir y de trancarle la voz
a la prensa, se hubiera inmortalizado. Pero la realidad es otra. Se quedó en el
poder por un golpe de estado al derecho de sufragio”.
El padre Hernández Chapellín abandonó el despacho a las 6:30 pm, cuando
ya habían salido los empleados del ministerio. Con un cinismo inconmovible,
Vallenilla Lanz lo acompañó hasta la puerta, lo despidió con un abrazo y le
dijo: “Las puertas de mi despacho estarán siempre abiertas para usted”. Pero el
padre Hernández no volvió a franquearlas. Siguió librando la batalla desde su
modesta oficina de periodista. Pocas semanas más tarde, su robusto y combativo
colega, Fabricio Ojeda, se presentó en la redacción de La Religión.
-Padre -dijo Fabricio Ojeda- vengo a decirle una cosa como si fuera una
confesión: yo soy el presidente de la Junta Patriótica.
A partir de ese día, el padre Hernández Chapellín no fue solamente un
sacerdote dispuesto a sacar adelante la doctrina social de la Iglesia ni
solamente un periodista de la oposición. Fue también un conspirador.
Lluvia de volantes
en la Catedral
Estrada acechaba en su plácido despacho de la catedral metropolitana, de
espaldas a un estante atiborrado de libros que cubre toda una pared, el padre
José Sarratud recibió el 11 de julio, a las 2:00 pm, una llamada telefónica del
Ministerio de Justicia. El padre Sarratud, que es muy joven pero que parece más
joven de lo que es, no tenía motivos para conocer la voz del ministro: era la
primera vez que la escuchaba. En pocas palabras, el ministro le dijo: “Padre,
usted está atacando al Gobierno en sus sermones”. El padre Sarratud, sin
levantar la voz, sin el menor indicio de alteración, respondió: “No hago otra
cosa que predicar la doctrina social de la Iglesia”.
Durante un mes entero, no modificó el tono de sus sermones. En
septiembre volvió a llamarlo el ministro de Justicia, y el padre Sarratud
volvió a responder: “Señor ministro, no hago otra cosa que predicar la doctrina
social de la Iglesia”. Poco tiempo después, un incidente habría de llevar el
nombre del padre José Sarratud hasta el sombrío despacho de Pedro Estrada.
Ocurrió el 12 de diciembre: durante una manifestación de mujeres, a un costado
de la Catedral, un hombre gritó: “Abajo Pérez Jiménez”. Tratando de alcanzarlo,
un policía se abrió paso entre las mujeres y agredió a una de ellas, encinta.
Seis hombres atacaron al agente. De pronto, sin que nadie hubiera sabido en qué
momento, millares de volantes contra el Gobierno cayeron sobre la multitud.
Habían sido lanzados desde la torre de la Catedral.
Pedro Estrada hizo averiguaciones y descubrió que aquellos volantes
habían sido impresos en el multígrafo de la Catedral, puesto al cuidado del
padre Sarratud. El director de la Seguridad Nacional esperó un momento propicio
para actuar.
Ese momento propicio se presentó el 1° de enero, a raíz del
levantamiento de Maracay. Desde cuando volaron los primeros aviones sobre
Caracas, Estrada se asiló en la Embajada de Santo Domingo. Pero al día
siguiente, cuando supo que el golpe había fracasado, se instaló en su despacho
de la avenida México, a dirigir personalmente las represalias. El 3 de enero,
el arzobispo le dijo por teléfono al padre Sarratud que Pedro Estrada lo estaba
buscando desde hacía tres días. El sacerdote, que no se había escondido, se
echó al bolsillo el breviario y se dirigió en automóvil a la SN. Lo recibió
Miguel Sanz, quien sin formular juicio lo mandó a la celda. En el cuarto piso
de la Seguridad Nacional se llevó una sorpresa: allí había, detenidos, cuatro
sacerdotes más. Se les acusaba de que sus sermones eran la causa moral del
levantamiento militar.
Cinco sacerdotes
presos: El Gobierno se cae a pedazos
Al padre Alfredo Osiglia lo fueron a buscar cuatro detectives armados,
en la mañana del 2 de enero, hasta la iglesia de la Candelaria, donde acababa
de decir la misa. A las 3:00 pm, monseñor Delfín Moncada, después de almorzar
en su casa de Los Chaguaramos, llegó en su modesto automóvil negro al despacho
parroquial de Chacao, y allí lo esperaba un hombre de apariencia humilde. Era
un enviado de Pedro Estrada. Monseñor Moncada se comunicó con el arzobispo por
teléfono y se dirigió, solo, a la Seguridad Nacional. Lo condujeron al despacho
de Sanz. Sentado en un rústico banco de madera, ese sacerdote sólido y
sanguíneo, pero de edad avanzada, esperó al segundo de Pedro Estrada durante
siete horas, minuto a minuto. Había ido con el propósito de dejar una
constancia, pero dos guardias armados de ametralladoras le comunicaron que
estaba detenido. Al atardecer, monseñor Moncada pidió permiso para ir al baño.
Los guardias lo acompañaron, encañonándolo, y no le permitieron cerrar la
puerta.
A las 11:00 pm, rodeado de sus guardaespaldas, entró Miguel Sanz. “Usted
-dijo, dirigiéndose a Monseñor Moncada- encabeza la lista de cinco sacerdotes
que son los autores morales del cuartelazo de Maracay”. Luego, sin solución de
continuidad, agregó:
-Además, usted se ha mostrado desatento con el Presidente.
-En los afectos no se mete ni Dios, respondió Monseñor Moncada.
-Vaya a predicar eso allá arriba, replicó el negro Sanz.
Allá arriba, en el cuarto piso, estaba desde el mediodía el padre Jesús
Hernández Chapellín, el único de los cinco sacerdotes que fue sentenciado
personalmente por Pedro Estrada. Para el director de La Religión, la Seguridad
Nacional destacó ocho detectives: cuatro en su oficina y cuatro en su casa. El
padre Hernández Chapellín, que no quiso presentarse a la seguridad antes de
hablar con el Arzobispo, eludió los sitios habituales y almorzó en casa de unos
parientes suyos, en el Cementerio. De allí se comunicó por teléfono con
monseñor Arias, quien envió a un sacerdote para que lo acompañara hasta la
avenida México. A las 2:00 pm, impecablemente vestido de azul claro y con
corbata blanca, Pedro Estrada lo hizo pasar a su despacho:
-Padre -le dijo- usted está complicado en el golpe militar de ayer. Ese
es el resultado de sus editoriales que son incendiarios, revolucionarios, y que
no parecen de un ministro de Dios.
Pedro Estrada no levantó los ojos en ningún momento de la entrevista.
Hablaba con la cabeza inclinada, eludiendo sistemáticamente la mirada segura
del padre Hernández Chapellín.
-No refuto lo de Maracay -respondió el director de La Religión- porque
me parece infantil. En cuanto a mis editoriales, le diré que me tiene sin
cuidado lo que ustedes piensen y no es mi culpa si ustedes se ven retratados en
ellos.
-¿Usted no está de acuerdo con el régimen?- preguntó Pedro Estrada.
-No. Estoy en completo desacuerdo.
Estrada no se atrevió a hacerse responsable de su detención. Dijo que
tenía órdenes superiores. El padre Hernández Chapellín fue conducido al
pabellón destinado a los cinco sacerdotes. Sólo uno de ellos salía todas las
noches a dormir a su casa, el padre Pablo Barnola, de la Universidad Católica.
Querían que se asilara para que abandonara al país. Pero el padre Barnola no lo
hizo. Sus compañeros de prisión le llamaban “el semi interno”. La única visita
que se les permitió fue la del doctor Guillermo Altuve Carrillo, enviado
personal de Pérez Jiménez, el domingo 5 de enero. Trató de convencerlos de que
modificaran su actitud en relación con el Gobierno. Pero ellos se mostraron
inflexibles. El doctor Altuve Carrillo, furibundo, les lanzó una amenaza:
-Sepan que no tumbarán al Gobierno.
Aquella amenaza no duró mucho tiempo. El 13 de enero, el Gobierno empezó
a caerse a pedazos. Pedro Estrada abandonó el país. El coronel Teófilo Velasco,
quien lo reemplazó, puso en libertad a los cinco sacerdotes.
El padre Álvarez,
de La Pastora, un conspirador de rueda libre
La ciudad que ellos encontraron al salir de la cárcel había sufrido una
transformación sensacional. Todo el mundo, desde el industrial en su gerencia
hasta el vendedor ambulante en la calle, estaba conspirando. En la humilde
parroquia de La Pastora, el padre Rafael María Álvarez Flegel -156 centímetros
cargados de un dinamismo incontenible- estaba comprometido hasta los huesos en
la conspiración. En los primeros días de enero, un sobrino suyo, Ramón Antonio
Álvarez Cabrera, estudiante del colegio Carabobo, le informó confidencialmente
que estaba actuando en contacto con la Junta Patriótica. Necesitaban un
multígrafo. El padre Álvarez no se conformó con compartir el secreto y prestar
el multígrafo de la parroquia para reproducir los volantes clandestinos, sino
que hizo las copias en su máquina y trabajó personalmente en la impresión.
Usaba guantes para evitar las huellas digitales. Durante los primeros 15 días
del año, sin ningún contacto directo con la Junta Patriótica, el padre Álvarez
ocupó la jornada entera en su ejemplar trabajo de conspirador espontáneo. Los
muchachos llevaban el papel en la mañana y volvían en la noche por las copias.
En varias parroquias se adelantaba una actividad semejante. Apenas salido de la
cárcel, el padre Sarratud entró en contacto con otros grupos estudiantiles que
celebraban reuniones en una dependencia de la Catedral e imprimían allí
volantes clandestinos.
A medida que se acercaba el martes 21, el padre Álvarez sentía que los
días le quedaban cortos. La huelga general estaba preparada, pero el
efervescente párroco de La Pastora en su solitario y escueto despacho, sin otro
contacto con el gigantesco mecanismo de la conspiración que su grupo de
estudiantes, sentía que algo faltaba: un ultimátum a Pérez Jiménez, con
condiciones concretas. En la noche del 19 redactó él mismo, por su cuenta y
riesgo, el último volante, y se tomó la libertad de firmarlo: “La Junta
Patriótica”. No se conformó con imprimirlo, sino que puso al correo urbano en
sobres cerrados una copia para Pérez Jiménez y cada uno de sus ministros. En su
cuarto, debajo de la estrecha cama de hierro pintada de azul, quedaron 500
ejemplares que los muchachos irían a buscar esa noche. Los esperó hasta las
11:00 pm. Antes de acostarse dio orden al sacristán de no quitar las cuerdas de
las campanas para que los huelguistas pudieran tocarlas al día siguiente, a las
12:00 en punto. Se durmió a la media noche después de escuchar los últimos
boletines en la radio. A la 1:30 am varios golpes a la puerta lo despertaron
sobresaltado. Una voz masculina gritó: “Padre, acompáñenos, para que bautice un
niño que se está muriendo”. El padre Álvarez abrió la puerta y vio al
resplandor de las bombillas del patio cuatro hombres oscuros, con las manos en
los bolsillos. Eran agentes de la Seguridad Nacional.
Las campanas de la mayoría de las iglesias de Caracas anunciaron a las
12:00 el principio de la huelga general. La policía había destacado agentes
para evitarlo, pero los sacristanes tenían órdenes terminantes de facilitar la
entrada de los huelguistas. A monseñor Moncada lo visitó el prefecto de Chacao,
a las 11:00 am, para advertirle que sería sancionado si tocaba las campanas. El
sacerdote respondió que la policía no podía prohibir la costumbre secular de
dar las 12 seguidas por un breve repique. Protegido por el pueblo, el sacristán
repicó tres minutos por cuenta del párroco y tres minutos más por su propia
cuenta.
En la Candelaria, la policía estuvo a punto de enloquecer con unas
campanas que sonaban sin campanero. El párroco había instalado a los
altoparlantes una cinta magnética, que giró -repicando- durante varias horas.
El párroco contempló el espectáculo desde el abasto de enfrente, vestido de
civil.
Al padre Alvarez le habría gustado tocar las campañas con sus propias
manos. Pero a esa hora estaba detenido en el convento de los Padres
Benedictinos de San José del Ávila. Los agentes de la SN habían pasado la
madrugada en su dormitorio, esperando instrucciones. Uno de los estudiantes
llamó por teléfono y fue un detective quien respondió: “¿A qué hora es la
misa?”, preguntó el estudiante. “No hay misa”, respondió el detective, sin
saber que aquello era una clave. Por esa respuesta supieron los muchachos que
el padre Álvarez estaba en poder de la Seguridad Nacional. Acompañado por el
arzobispo, el coronel Velasco se dirigió a La Pastora a las 6:00 am y se opuso
a que el párroco fuera conducido a la seguridad. Desde su celda conventual, el
padre Álvarez oyó las campanas, las cornetas y los pitos de las fábricas, y
supo entonces que su labor no había sido inútil y que antes de 48 horas estaría
de nuevo en su púlpito.
En la Iglesia
profanada, el párroco herido esperaba…
El arzobispo se encontraba en una situación difícil: no podía intervenir
directamente en política, pero tampoco podía -ni como miembro ilustre de la
Iglesia ni como venezolano- impedir el trabajo subversivo de sus párrocos. Las
relaciones entre Venezuela y el Vaticano habían llegado a un peligroso grado de
tirantez. El nuncio apostólico había protegido en la Nunciatura al político
Rafael Caldera y a un oficial del levantamiento de Maracay. Monseñor Jesús
María Pellín -cuyo despacho es una biblioteca blindada de 14.000 volúmenes-
había pronunciado un sermón sobre el prevaricato y se había visto precisado a
abandonar discretamente el país. Como miembro, varias veces reelecto, del
comité de Libertad de Prensa de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP)
había firmado una declaración en la cual se condenaba el régimen de Pérez
Jiménez por haber amordazado a la prensa.
En todos los frentes la Iglesia participaba en la resistencia. Los
colegios dirigidos por religiosos estuvieron entre los primeros que echaron sus
alumnos a la calle para que manifestaran contra el régimen. El régimen lo
sabía, pero ya en enero habría podido encarcelar a todos los sacerdotes de
Venezuela sin ningún resultado. La fuerza democrática se había desencadenado.
Monseñor Hortensio Carrillo, párroco de Santa Teresa, tenía informes de que la
policía y la seguridad, a espaldas del coronel Velasco, tenía preparado un
asalto a su templo. Sólo se esperaba una oportunidad.
Monseñor Carrillo no podía renunciar a su deber. El martes 21, un poco
antes del mediodía, estaba diciendo su misa ordinaria cuando una manifestación
de médicos perseguida por la policía se refugió en la iglesia. En la confusión,
la misa fue interrumpida, y agentes uniformados y civiles irrumpieron en el
recinto, armados de fusiles y ametralladoras. En un instante la iglesia de
Santa Teresa se impregnó de gases lacrimógenos, pero los policías impidieron la
salida de las 500 personas -hombres, mujeres y niños- que se asfixiaban en el
interior. Una bomba estalló a pocos metros de monseñor Carrillo. Los fragmentos
se le incrustaron en las piernas y el párroco, con la sotana en llamas, se arrastró
hasta el altar mayor. A pesar de la confusión, un grupo de mujeres mojaron sus
pañuelos en el agua bendita de la sacristía y apagaron la sotana del párroco.
Cuando la iglesia fue evacuada, la policía se opuso incluso a que las
ambulancias se llevaran oportunamente a los heridos. El arzobispo llamó por
teléfono al comandante de la policía, Nieto Bastos, cuando todavía la iglesia
estaba sitiada. Nieto Bastos respondió: Son ellos quienes están acribillando a
la policía.
Monseñor Carrillo no pudo ser conducido al hospital. Con las piernas
inutilizadas por los fragmentos de la bomba fue llevado al despacho parroquial,
hasta donde logró penetrar, al atardecer, un médico que le prestó los primeros
auxilios. El sacerdote fue sentado en un escritorio frente a una puerta que da
directamente sobre la calle. Una patrulla de policía hizo tres descargas contra
la puerta: un tiro de fusil, otro de revólver y una ráfaga de ametralladora. La
bala de fusil perforó la puerta, atravesó el despacho y se incrustó en la pared
del fondo, a 20 centímetros sobre la cabeza de monseñor Carrillo.
Durante toda la noche, mientras el párroco sufría en su dormitorio del
primer piso, presa de terribles dolores, la policía disparó contra la iglesia
para dar la impresión de que allí había grupos atrincherados. Energúmenos,
subrayaban las descargas con toda clase de expresiones obscenas. Pero monseñor
Carrillo, a pesar de su estado, sabía que aquel asedio no podía durar mucho
tiempo. Así fue. El heroico pueblo de Caracas, con piedras y botellas,
descongestionó el sector a la mañana siguiente. Horas después, el párroco
experimentó una inmensa sensación de alivio. La misma sensación de alivio que
experimentó Venezuela. Era la madrugada del 23 de enero. El régimen había sido
derrocado.
***
Publicado en la
Revista Bohemia en marzo de 1958. Tomado con autorización del blog delCentro Gumilla
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de 1958